María Pírez no suele bajar al salón donde se reúnen el resto de ancianos con los que comparte hogar en la residencia Domus Vi de la Urbanización Guadiana. Prefiere quedarse en su cuarto hasta la hora de la cena viendo la tele o leyendo las revistas de Alburquerque, su pueblo. Solo hace una excepción, cuando anuncian la visita de los perros. Entonces, acude puntual y espera ansiosa a que lleguen los peludos.
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Como ella, la entrada de Brandy, Anala y el resto de la pandilla canina que han formado un grupo de voluntarios de la mano del Colegio de Veterinarios de Badajoz, es una revolución que les saca de la monotonía cada quince días.
El ambiente previo a su llegada es diferente. En el enorme salón contiguo a la cafetería hay medio centenar de ancianos. Apenas se escuchan murmullos. La mayoría está ensimismado en sus pensamientos, sin cruzar palabra con quienes tienen al lado. Ven pasar la tarde, la misma prácticamente cada día.
Fuera se va formando un corro de perros. Se huelen entre ellos, poco más. Son dóciles. Sus dueños le atan al cuello un pañuelo en el que se puede leer: 'Un ladrido por una sonrisa'.
Es el nombre del programa de visita a las residencias de mayores que ha puesto en marcha el Colegio de Veterinarios y que resume el propósito de la actividad: alegrarles un poquito su día a día a través del contacto con los perros.
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Lo consiguen. La entrada de los animales cambia la atmósfera del salón de visitas. Las sonrisas empiezan a dibujarse en cascada entre los mayores que están sentados en una hilera de sillas y sillones. La inmensa mayoría son mujeres, reflejo tal vez de su mayor esperanza de vida.
Las más entusiastas se levantan y agarran el andador para acercarse cuanto antes a los perros. Brandy es uno de los que entra primero. Es grande, pero manso, y se deja achuchar por manos necesitadas de tacto.
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María se emociona al verle. Le recuerda a Canela por el color de su pelo y la nombra una y otra vez. Es la única mascota que ha tenido y la culpable de su pasión por los perros. «Era mi sombra. Me acompañaba al colegio y se quedaba en la puerta hasta que salía. Y cuando alguna de las mayores me quitaban los juegos, esperaba a que salieran y le decía 'Canela, anda con ellas'. Y no veas cómo corrían».
Un día desapareció. «Lo que pude llorar, ni comía. Tanto la quería que no he vuelto a tener más perros, con lo que me gustan». De eso da prueba la habitación de su residencia. Tiene colgados cuatro calendarios de pared, todos con fotos de perros. A veces cuando los días son iguales, la alegría es pasar al siguiente mes si es otro peludo el que lo ilustra.
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Saca de su bolso un tartera pequeña con piquitos. La lleva siempre encima porque no le gusta el pan blando que le ponen para comer en la residencia. Le da uno tras otro y Brandy se los zampa todos. No le pesa tener que cenar empujando con la miga del bollo. Esa noche ya va alimentada de la compañía que le han regalado los animales.
A su lado se repiten escenas de pura ternura. Y fluyen las anécdotas donde las protagonistas son las mascotas que cada uno ha tenido. También hay quien se sirve de la relajación que produce acariciar a un perro para entablar conversación con algún voluntario, para quienes sus batallitas son novedosas y le procuran un oído atento.
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Todo esto les hace bien. No solo a ellos, que son autónomos, también a los mayores que están encamados y a quienes también visita la pandilla canina. En estos casos, la reacciones son más sutiles pero asombran a sus cuidadores cuando ven cómo se les despiertan las ganas de tocarlos.
Lo constata Estrella Martínez, la directora de la residencia. «Hay gente a la que viene a ver mucho su familia y otra que no tiene esa suerte y los perros y sus voluntarios son una compañía. Es una sonrisa, son emociones y darle a la cabeza porque recuerdan quién tenía mascotas en casa».
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Detrás de estas visitas no hay objetivos ni terapias ni pautas, solo lo que produce el contacto espontáneo con los animales. «El proceso de envejecimiento es duro y un poco de compañía y aire fresco vienen muy bien en esta casa», añade.
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