MIRIAM F. RUA
BADAJOZ.
Jueves, 19 de diciembre 2019, 07:14
Arancha tiene un ojo de cada color. «Como mi melliza», dice. El derecho es azul, el izquierdo marrón, y no los levanta del plato de puré que se está comiendo. No le gusta contar su vida, responde con frases cortas y a veces, solo asiente con la cabeza. Probablemente se avergüenza o quizás no quiere que nadie la compadezca. Puede que en realidad no esté acostumbrada a que se sienten con ella a hablar.
Tiene 42 años y cuatro hijos, dos a los que no ve porque viven con familias de acogida. Es extoxicómana, pero dice que el origen de sus males no son las drogas, sino su primera pareja. Le maltrataba, la segunda también. Vive en la calle y duerme en un colchón sobre el suelo en una casa en ruinas que ha ocupado ilegalmente en el Casco Antiguo.
Después de dos años, el martes fue la primera noche que durmió en una cama, con un radiador a los pies, el estómago lleno y cubierta con un saco de dormir que nadie había usado antes. La calle es dura, pero para una mujer lo es más. «El albergue para mí es más que una cama, aquí me dan protección. Ojalá estuviera abierto siempre». Guarda en el armario de la que será su habitación durante los próximos tres meses su vida, que cabe en dos bolsas. Fuera hace 7 grados y el relente moja el asfalto.
Como ella, otras cinco personas (ofertan hasta 20 plazas) fueron las primeras que el martes por la noche inauguraron el albergue temporal para los sintecho que este año ha abierto sus puertas de la mano de Cáritas, donde antes estaba el Proyecto Vida. Son los primeros de la cuarta campaña 'Ola de frío' que hasta marzo ofrecerá cama, aseo, cena y escucha a quienes viven en la calle. Doce horas de tregua, donde no necesitan sobrevivir.
Cuando HOY llega al edificio de la calle Bravo Murillo donde está el refugio, ya están cenando Arancha, José, Pedro y Manuel. Cada uno tiene su drama particular, pero mucho en común: a todos les faltan sus padres, a sus hermanos ya los han desgastado, no tienen trabajo y son adictos a la droga, el alcohol o las pastillas.
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José fue el primero en llegar con su maleta y una bolsa con las mantas con las que se ha arropado el último mes que ha dormido junto a su pareja en el pasaje de Menacho. Es de Fuente de Cantos. Esa misma mañana su novia había entrado en prisión. «No se por qué se la han llevado». Cuando avanza la conversación desliza algo sobre una orden de alejamiento que ella ha quebrantado. Enseña la alianza de oro que le regaló y dice que ha llorado porque la echa de menos y no sabe cuándo va a volver a verla. Tiene 58 años y 24 cotizados, pero ahora no tiene trabajo y no puede pagar un alquiler. «Yo no soy de pedir en la calle, para eso hay que valer». Asiente el resto cuando escuchan la frase.
Enfrente de él está Pedro. Es de Huelva, pero hace casi seis años le dejó su pareja y decidió dejar todo atrás, coger la mochila y recorrerse España. Creía que así se olvidaría de ella, pero necesitó tirar del alcohol para quitársela de la cabeza. Ha vagado por muchas ciudades y ha trabajado repartiendo propaganda, limpiando un asador de pollos o aparcando ilegalmente coches, como hace aquí. Cuando ha tenido dinero ha compartido casa, cuando no, le ha quedado la calle.
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Hasta el martes ha estado durmiendo en un portal cercano a la estación de autobuses. «No tengo un duro, pero mejor porque así no bebo». Ese es el círculo en el que todos están metidos: cuando tienen dinero vuelven a meterse o a beber, cuando no lo tienen, lo que les queda es la calle. Pedro tiene 48 años y a la pregunta de si le ha merecido la pena la huida, responde así: «Lo hice para olvidarla y si no lo he conseguido, estoy a punto».
Quien cena a su lado es Manuel. Lleva 40 años consumiendo droga y entrando y saliendo de la cárcel. «Ahora solo picoteo esporádicamente pero ha habido años donde necesitaba 50.000 pesetas (300 euros de ahora) al día para meterme». Hace siete meses salió de prisión y volvió a la calle pero dice que la edad le está pasando factura y que con 57 años no es lo mismo que con 30. «Dormir en una cama limpia y ducharme todos los días va a ser como volver a vivir en el pasado», dice.
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El albergue de Bravo Murillo es más que un techo. Los que viven en la calle se conocen porque suelen compartir almuerzo en los comedores de Martín Cansado o San Vicente de Paúl. Y la mayoría de voluntarios, una red de más de 30 personas (de los comedores, las parroquias y las cofradías) también saben sus historias. Allí pueden estar de nueve de la noche a nueve de la mañana bajo unas normas mínimas: respetar el descanso, nada de agresiones físicas o verbales ni de consumir alcohol o drogas. El sueño durará hasta marzo, luego como dice Pedro, llegará lo peor: «Volver a la calle después de dormir en un colchón».
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